Han pasado 7 años desde que la mina Buenavista del Cobre de Grupo México derramó 40 millones de litros de sulfato de cobre acidulado sobre los ríos Sonora y Bacanuchi, afectando en ese momento y de forma directa a 22 mil personas en siete municipios: Ures, Baviácora, Aconchi, Huépac, Banámichi, San Felipe de Jesús y Arizpe.
Aunque la empresa del multimillonario Germán Larrea cometió graves abusos a los derechos humanos de las comunidades e indignación en la sociedad mexicana, hasta la fecha no ha respondido ni reparado los daños a la salud, acceso al agua y vida de estas familias.
La empresa minera y los diferentes gobiernos estatales y federales se comprometieron a construir 36 plantas potabilizadoras y una clínica de atención a la salud, así como un monitoreo y un estudio que sirvan para trazar una ruta para resarcir el daño ambiental. Ninguno de estos compromisos se han cumplido.
Lamentablemente, este no es el único caso de impunidad relacionado con la industria minera en México. También en Sonora, en el municipio de Puerto Peñasco, nuestra comunidad ha esperado desde diciembre de 2014, casi 7 años, a que se ejecuten las decenas de sentencias que obligan a la minera Penmont a reparar el daño ambiental que hizo a nuestro territorio y devolvernos el oro que extrajo ilegalmente durante años.
En ambos casos, la influencia del poder económico dentro de las instituciones gubernamentales ha impedido a nuestras comunidades acceder a la verdad y justicia social.
Tolvanera: detrás de la cortina de tierra hay una alianza de impunidad
“¿Cómo es posible que esto haya sucedido?” La sorpresa, el asombro, eso fue lo primero que recuerdo haber pensado cuando leí que la comunidad ejidal de El Bajío, en Sonora, México, muy al norte del país, casi en la frontera con Estados Unidos, estaba denunciando que su presidente había sido secuestrado por hombres que respondían a las órdenes de Rafael Pavlovich Durazo, tío de la entonces gobernadora del estado, Claudia Artemiza Pavlovich Arellano.